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  • La Real Cédula de 1770 y el epistemicidio lingüístico

La Real Cédula emitida por el rey Carlos III en el año 1770 representó una de las acciones más drásticas dentro del proyecto imperial español para consolidar su dominio sobre los territorios indígenas de los Andes. Esta disposición se enmarca en las reformas borbónicas del siglo XVIII, caracterizadas por un afán centralizador y modernizador, que buscaba homogeneizar la cultura, la lengua y el orden jurídico en el extenso imperio colonial.

En este marco, la política lingüística adoptada por la monarquía española se instituyó como una herramienta de control simbólico y estructural. La Real Cédula de 1770 estableció de manera categórica la prohibición del uso de las lenguas originarias en los ámbitos de la enseñanza y la administración de justicia, imponiendo el castellano como única lengua válida y obligatoria en todos los dominios del Imperio. De esta manera, la lengua fue concebida no sólo como un medio de comunicación, sino como un instrumento de colonización mental, destinado a imponer un nuevo orden cultural, jurídico y epistemológico.

Sin embargo, la aplicación de esta medida trascendió el plano normativo. En la práctica, se tradujo en estrategias coercitivas que incluyeron el adoctrinamiento forzado, castigos físicos y la represión cultural sistemática. El idioma castellano fue impuesto mediante la estigmatización y criminalización de los saberes ancestrales expresados en lenguas originarias. Esta violencia simbólica y física buscó desarticular los sistemas de conocimiento, organización y espiritualidad de los pueblos indígenas, reafirmando la jerarquía colonial y consolidando el poder hegemónico de la Corona.

Marco histórico y político

La Real Cédula promulgada el 16 de abril de 1770 por el rey Carlos III se inscribe dentro de las políticas borbónicas orientadas a centralizar y modernizar el poder imperial, debilitando las estructuras plurilingües y pluriculturales de las culturas originarias que habían coexistido desde la conquista. En palabras del propio decreto:

“Se prohíbe el uso de las lenguas indígenas en la enseñanza pública y en la administración de justicia; el idioma castellano debe ser el único que se hable en los dominios del Rey” (Real Cédula, 1770, cit. en Mignolo, 2003).

Esta medida no fue un hecho aislado. Desde el siglo XVI existían ya iniciativas que promovían el aprendizaje del castellano, aunque con momentos de relativa tolerancia lingüística, especialmente por parte de órdenes religiosas que enseñaban el cristianismo en lenguas originarias (Mignolo, 2003; Luykx, 1999). Sin embargo, con el avance del reformismo ilustrado, el español se consolidó como herramienta de control institucional y mecanismo para erradicar toda forma de autonomía cultural y lingüística entre los pueblos originarios.

Castigo físico por hablar lenguas indígenas

Diversos estudios históricos y etnohistóricos documentan la severidad de las medidas aplicadas contra los pueblos indígenas por hablar sus lenguas en entornos institucionales, particularmente en el contexto de la educación formal impartida en internados y escuelas ubicadas en territorios ancestrales. Existen registros que evidencian la aplicación de castigos corporales —como azotes, rapado del cabello y exposición pública—, así como prácticas extremas, entre ellas el corte de lengua o el marcado con hierro caliente. Estas acciones se empleaban como mecanismos de advertencia colectiva, con el objetivo de forzar el uso exclusivo del castellano y erradicar el uso del idioma ancestral (López, 2006; Cruz, 2017).

Estas acciones fueron especialmente recurrentes en internados religiosos, donde los procesos de “civilización” y “evangelización” se articulaban con una pedagogía represiva basada en la negación del idioma y la identidad indígena. En este sentido, la escuela colonial operó como una herramienta del colonialismo cultural, orientada a “borrar al indio” en nombre del cristianismo, el progreso y el orden imperial (Walsh, 2010; Stavenhagen, 1992).

La demonización del idioma ancestral

El adoctrinamiento religioso colonial también se sustentó en discursos teológicos que demonizaban los saberes ancestrales, especialmente aquellos vinculados a la medicina energética andina, cuyas prácticas implicaban el uso de términos en lenguas originarias. Estas lenguas fueron calificadas como “lenguas de idolatría”, “bárbaras” o “inútiles para la salvación del alma” (Mignolo, 2003). Desde esta perspectiva, solo el latín y el castellano eran considerados aptos para la transmisión de la verdadera fe, lenguas que solían ser empleadas exclusivamente por los sacerdotes durante las ceremonias religiosas católicas. Esta visión legitimó la persecución sistemática de los idiomas indígenas.

La lengua de los pueblos originarios fue relegada a lo profano, lo pagano y lo prohibido, mientras que el castellano fue elevado a la categoría de lengua sagrada impuesta. Este proceso obstaculizó el reconocimiento de la riqueza epistemológica y simbólica de las lenguas indígenas y de los saberes ancestrales, contribuyendo al progresivo silenciamiento de sus voces (Luykx, 1999; De Sousa Santos, 2009).

Educación formal como herramienta de aculturación

La escuela colonial no solo enseñaba el castellano, sino que lo imponía como única lengua válida, suprimiendo los saberes y conocimientos existentes en los idiomas originarios, así como las metodologías y didácticas propias de enseñanza de estos pueblos. Esta dinámica se mantuvo incluso después de la independencia, con la continuidad de modelos educativos monolingües y homogeneizantes. La educación formal se convirtió en una máquina de asimilación cultural, donde lo indígena debía ser eliminado para dar paso al “ciudadano ilustrado”, mestizo y castellanohablante (Cajías, 2001; Hornberger, 1988).

Las consecuencias fueron profundas: el desplazamiento lingüístico fragmentó el pensamiento cosmogónico y la organización comunitaria, y promovió la internalización de discursos de inferioridad hacia las propias lenguas por parte de los pueblos indígenas. Como sostienen Hornberger y Coronel-Molina (2004), la exclusión lingüística en la escuela implicó una colonización simbólica donde no solo se expropió a los pueblos originarios de sus tierras, sino también de sus formas de nombrar, entender y comunicarse el mundo.

Resistencias y continuidad de las lenguas indígenas

A pesar de las políticas represivas implementadas desde el periodo colonial, las lenguas indígenas han demostrado una capacidad notable de resistencia y continuidad. Lejos de desaparecer, muchas de ellas sobrevivieron en espacios comunitarios donde la oralidad, la ritualidad y la transmisión intergeneracional del conocimiento jugaron un papel fundamental en su preservación. Este tipo de resistencia cultural, no institucionalizada, fue posible gracias a la persistencia de las comunidades que mantuvieron vivas sus prácticas lingüísticas en contextos cotidianos y espirituales, incluso a pesar de la estigmatización y la persecución lingüística.

Los idiomas como el quechua, kichwa, el aymara, el náhuatl, el mapudungun y muchas otras lenguas originarias, sobrevivieron en condiciones de clandestinidad y exclusión. En el caso del Ecuador, el kichwa logró mantenerse vigente gracias a las redes comunitarias, la categorización de lengua de sanación, la práctica ritual y los procesos recientes de revitalización lingüística impulsados por el movimiento indígena y el Estado. En particular, la implementación del Sistema de Educación Intercultural Bilingüe (SEIB) ha permitido que el kichwa se institucionalice en espacios formales de educación, garantizando su enseñanza, fortalecimiento y reproducción (Haboud, 1998; MINEDUC, 2014).

Este proceso de revitalización no solo ha significado la enseñanza del idioma en el aula, sino también su revalorización como patrimonio cultural, como vehículo de pensamiento propio y como expresión de la diversidad epistémica de los pueblos originarios. Las lenguas indígenas, en este sentido, no son simples herramientas de comunicación, sino portadoras de una cosmovisión, de un orden simbólico y de formas propias de comprender y organizar la vida (Walsh, 2010; Mignolo, 2003).

En conclusión, la pretendida “unificación” lingüística no fue un gesto de integración, sino un mecanismo de control epistémico, cultural y político. Fue, en términos de De Sousa Santos (2009), un verdadero epistemicidio lingüístico: no solo se extinguía una lengua, sino también el conocimiento, la espiritualidad y la cosmovisión que esa lengua portaba.

No obstante, las lenguas originarias han resistido al silenciamiento impuesto por el colonialismo lingüístico mediante mecanismos de resistencia cotidiana, comunitaria y política. Su continuidad y revitalización constituyen hoy un acto de afirmación cultural, así como una base fundamental para la construcción de sociedades plurinacionales e interculturales.

Referencias

  • De Sousa Santos, B. (2009). Una epistemología del sur. México: Siglo XXI.
  • Haboud, M. (1998). Lenguas en peligro: La situación del kichwa amazónico. Quito: CIESPAL.
  • Hornberger, N. H., & Coronel-Molina, S. M. (2004). Quechua language shift, maintenance, and revitalization in the Andes: The case for language planning. International Journal of the Sociology of Language, (167), 9–67.
  • Mignolo, W. (2003). La idea de América Latina. Barcelona: Gedisa.
  • MINEDUC. (2014). Modelo del Sistema de Educación Intercultural Bilingüe del Ecuador (MOSEIB). Quito: Ministerio de Educación.
  • Walsh, C. (2010). Interculturalidad, Estado, sociedad: Luchas (de)coloniales de nuestra época. Quito: Abya-Yala.